Hace muchos años, debía tener yo unos 18
o 19, en mi pandilla había un muchacho encantador cuyos padres eran del Opus.
Un día empezamos a discutir sobre el aborto. Yo empecé pacientemente a argumentar
lo injusto que era que yo me pudiera ir a Londres a abortar, mientras que una
tía sin recursos tuviera que apechugar con un hijo no deseado o arriesgarse a
un aborto inseguro, con independencia de que el feto pudiera o no tener algo
así como un alma. Me pareció que lo tenía medio convencido, al menos, de que el aborto
debía ser legal, pero en ese momento irrumpió en la conversación otro amigo que
dijo algo así como: “¡Bah, qué
gilipollez! Que un feto sea o no un ser humano o un sujeto de derechos es un
asunto puramente cultural; en Esparta se podía matar a los niños hasta los 7
años sin que eso fuera delito, ni siquiera era inmoral…” El colega opusino lo
miró con espanto y ya no hubo forma de reconducir la conversación a un terreno
compartido. Le perdí la pista este muchacho hace mucho tiempo, no sé qué
pensará ahora.
Hace algún tiempo, por Twitter, comenté
en tono elogioso un artículo muy interesante de Ernesto Castro, en el que
defendía simultáneamente y desde una misma perspectiva el derecho al aborto y
los derechos de los animales. Dije que ofrecía argumentos interesantes y
novedosos para defender el derecho al aborto o algo parecido. Una compañera,
feminista, a la que generalmente respeto y aprecio, me calló la boca con una
frase del estilo de “el aborto es parte de los derechos reproductivos de las
mujeres y no hay más argumentos que discutir”.
No contesté nada. Era en plena
efervescencia contra la retrógrada y absurda ley que había propuesto Gallardón,
y pensé que probablemente tenía razón y que quizá no era el momento de discutir
y matizar. Nos habían puesto en una trinchera y lo que tocaba era disparar
munición, cuanto más gruesa mejor. Sin embargo, al mismo tiempo que callaba y
en parte compartía, me dio mucha rabia tener que aceptar esa posición a la
contra, de combate, que obliga a tantas simplificaciones, que impide tantas
veces traer a nuestro terreno a gente que no está en principio de acuerdo, y
que, sobre todo, exime de pensar a fondo las cosas. Si mañana me nombraran
ministra de sanidad o de justicia, y tuviera que reformar la ley del aborto,
¿cómo lo haría? Sí, es una hipótesis absurda, nadie me va a nombrar nada, pero ¿no
estaría bien que nos obligáramos a plantearnos este tipo de cuestiones? ¿Qué
haría esta amiga si fuera ella la elegida para articular una nueva legislación
sobre el aborto? ¿Escucharía otros argumentos más allá del nosotras parimos,
nosotras decidimos? ¿Aceptaría que comités de expertos en obstetricia opinaran
sobre una ley de plazos, incluso aunque fuera para acortar esos plazos a la vista de los avances
en las técnicas para mantener con vida a fetos que hasta hace poco eran
inviables, o a la luz de nuevas investigaciones sobre el desarrollo del sistema
nervioso y la capacidad de sentir dolor? Me imagino que sí, pero no lo sé,
porque parece que nunca toca discutirlo…
A lo mejor hemos interiorizado demasiado
la derrota, esa falta de poder que nos obliga a situarnos siempre a la contra.
Y algo así me parece que pasa a veces con las críticas a Podemos. El otro día,
desde la Plataforma para una Auditoría Ciudadana de la Deuda (PACD), secriticaba la resolución sobre la deuda que habían redactado algunos economistas
vinculados a Podemos, con el argumento de que desde el “no debemos no pagamos” hasta la
reestructuración ordenada que propone ese documento, iba mucho trecho. Me
pareció muy significativo.
La PACD es un colectivo intachable, al
que siempre he respetado. Y a lo mejor malinterpreté toda la situación y
resulta que ellos proponen otra forma de reestructurar la deuda más chula que la de Bibiana Medialdea y compañía. La verdad es que no he seguido
demasiado de cerca el caso y quizá el ejemplo no sea idóneo. Pero la impresión
que saqué es que pasaba lo mismo que con los feminismos y el aborto. Tanto
tiempo en la resistencia deja su huella en la forma de plantear los argumentos
y hacer las cosas. Y esto, creo, es lo que Podemos está logrando hacer de otra
manera. Cuando dicen que quieren ganar no están diciendo –o eso entiendo yo– que para ello estén dispuestos a tirar por la borda todos los principios que
nos sacaron a las plazas el 15-M o a rebajar las propuestas con más filo hasta
hacerlas irreconocibles. Lo que están diciendo es que están dispuestos a
mojarse para convertir los eslóganes que hemos estado gritando desde las
trincheras en políticas articuladas que puedan recabar el apoyo de una mayoría.
Hay un texto muy divertido de @gonzaire,
escrito al estilo de esos relatos de “elige tu propio final” que me encantaban
de pequeña, en el que da a entender que para evitar que Podemos termine como el
gobierno de Allende, como el de Felipe González o como el de Miterrand, lo que
hace falta es más democracia y participación de los círculos y militantes. Molaría
que fuera verdad, pero yo no me lo creo.
Entiendo perfectamente las críticas a la “deriva
antidemocrática” del equipo de Pablo Iglesias, diagnóstico que comparto y veo patente
en los sistemas de votación elegidos, por poner un ejemplo destacado. En
cambio, me parece que no comparto la mayoría de las explicaciones que se dan de
los motivos de esta deriva. Tal como yo lo veo, la senda que ha tomado el
equipo no se debe a la necesidad de tener las cosas controladas frente al
desbordamiento de la participación democrática real de la sociedad. Más bien
creo que lo que intentan evitar o refrenar es la participación de la gente más implicada,
es decir, de unos cuantos miles de personas. ¿Por qué? A lo mejor piensan, como yo, que su base social, sus votantes y apoyos, son una masa informe
de millones de personas muy distinta de esos miles de militantes.
O sea, es verdad que sin el trabajo de
los círculos y los militantes no hubieran conseguido nada, pero también es
verdad que sin millones de votos no van a conseguir nada. Y sospecho (y creo
que es lo que sospecha el equipo promotor) que el sentir de esa mayoría que es votante
potencial de Podemos no coincide demasiado bien con el sentir de los círculos y
los militantes. Por decirlo con un lenguaje viejo pero que espero que se
entienda, creo que éstos son bastante más “de izquierdas” que el grueso de los
votante potenciales. De hecho, lo mismo me pasa a mí. Yo quiero una revolución
anticapitalista de verdad y que rueden cabezas (como mínimo, en sentido metafórico). Y por eso mismo, yo no debería gobernar.
Los partidos de izquierda (de IU hacia la
izquierda), no han tenido nunca verdadero éxito electoral o lo han ido perdiendo con los años, y no solo por sus garrafales errores, sino también porque
sus propuestas no gustaban al electorado. Esto es así. Y Podemos no puede permitirse
que sus militantes arruinen la posibilidad de convencer a un electorado más bien timorato. Lo ideal, por supuesto, sería contar con una ciudadanía con formación
política y democrática, con tradición asociativa y participativa, y valores
radicalmente igualitarios y anticapitalistas. Pero esa ciudadanía, a día de
hoy, no existe. Lo que creo que Pablo Iglesias y su equipo no quieren –y lo
entiendo perfectamente– es que todas sus políticas estén constantemente
fiscalizadas y sometidas al veto de un grupo de personas, muy majas y valiosas,
pero que –lamentablemente– no representan a esa mayoría que les va a dar su
voto.
Pero entonces, ¿qué se puede esperar de
una hipotética victoria de Podemos? Mi esperanza es que gracias a unas políticas
institucionales más sensatas (políticas antiausteridad y antipobreza, defensa
de los servicios públicos, gasto de dinero público en inversiones productivas
en lugar de en el sumidero infinito de la deuda y los rescates bancarios, etc.)
se vaya gestando un entorno social menos agresivo, precarizado y competitivo y se vaya produciendo un desplazamiento progresivo del marco ideológico, de forma que esa
masa informe de votantes que vota lo que votan los demás, como decía Santiago Alba
Rico, pase a ser algo así como una ciudadanía crítica, con criterio y capacidad
de movilización y con valores distintos al del consumismo y la competencia.
¿Tiene sentido esta esperanza?
¿Es razonable pensar que una política institucional diseñada desde arriba vaya
a generar ese efecto social beneficioso? Por un lado diría que no,
claro que no. Llevamos años –o siglos– repitiéndonos que las cosas nacen desde
abajo, y generalmente es verdad. Pero, por otro lado, ¿no fue exactamente eso
lo que consiguió la ofensiva consevadora-neoliberal de los años ochenta? Fue un
movimiento absolutamente dirigido desde arriba –no había ningún tipo de base
social que los respaldara, eran cuatro gatos (unos cuantos economistas
heterodoxos, unos cuantos políticos iluminados y unos cuantos megamillonarios)–
y sin embargo lograron desplazar por completo los marcos de sentido y las
ideologías de todos nosotros.
Owen Jones lo cuenta muy bien. Lo que en
los años sesenta era consensual y perfectamente aceptado (la necesidad de
gravar a los ricos y redistribuir, las políticas keynesianas, la defensa de
unos servicios públicos potentes y eficaces, las pensiones, etc.) pasó a
considerarse radicalismo utópico. Y lo que era tabú minoritario (laissez-faire,
ultracompetitividad, liberalización de las finanzas, culpabilización de los
pobres, ineficacia de lo público, demonización de los sindicatos), se convirtió
en el pan nuestro de cada día. Y cuando digo “nuestro” lo digo en serio. Es
imposible tener a tanta gente engañada durante tanto tiempo. Nos convencieron. Nos
lo metieron dentro en mayor o menor grado.
Ahora, gracias a muchas cosas (entre
ellas, los movimientos de base, pero también la crisis) surge en el horizonte
político una gente que, de momento, parece estar acertando en sus jugadas
orientadas a convencernos de que, como dice César Rendueles, siempre hemos sido
anticapitalistas aunque no lo supiéramos. ¿Qué vamos a hacer? Yo, desde luego, voy
a apostar a que sí, a que Podemos, e incluso a que “ellos pueden”. Creo que si logran llegar
a donde apuntan vamos a conseguir, como poco, desplazar el abanico de lo que
ahora mismo aparece como posible, destruyendo consensos previos y cimentando un
nuevo sentido común que podría dar alas a una ciudadanía que, a día de hoy, y por
más que nos guste acordarnos de cómo estaban de llenas las plazas cuando el
15-M, tiene nula tradición asociativa, comunitaria, activista…
Podemos no debe ni puede dar la espalda a
los movimientos sociales, pero tampoco podemos pretender que vaya a remolque de
esos movimientos porque, en el fondo, y por decirlo a lo bruto, esos
movimientos no nos representan, es decir, no representan a esa mayoría harta de
lo que hay, que está dispuesta a apostar por Podemos. O si lo hacen, es solo en algunos
aspectos muy concretos y sectoriales de nuestra vida en común (defensa de la
sanidad o la educación públicas…). Podemos ha generado en poco tiempo más
movilización social que la que ha habido en los últimos treinta años.
No sé si mi apoyo a Podemos peca de
ingenuo o de cínico, o puede que de las dos cosas a la vez. Lo que sé es que es
muy posible, incluso probable, o incluso seguro, que lo que Podemos consiga sea
solo un pálido reflejo de lo que yo querría. Yo querría, por ejemplo, una
sociedad anticapitalista radicalmente igualitaria, con una economía
decrecentista, con expropiación y socialización de prácticamente todo lo que no
sean nuestros cepillos de dientes y otros enseres privados, con derechos
sociales desvinculados de lo laboral, con igualdad de género, con respeto a los
animales, a los niños y al medio ambiente, sin fronteras, sin ejército ni
cárceles, con muuucho tiempo libre para todos, y otras muchas cosas más que es
muy posible, incluso probable, incluso seguro, que otras personas –muchas
personas, la mayoría de personas– no quieran ni en pintura.
Estas son mis metas, no creo que las vaya
a cambiar mucho a estas alturas. Y mi apoyo a Podemos no me hará dejar de seguir luchando por ellas, en la escasa medida de mis posibilidades. Pero no
quiero que estas aspiraciones u otras semejantes lleven a nadie a boicotear el
único avance hacia un mundo más justo que percibo ahora mismo en el horizonte,
aunque ese avance me parezca lento, titubeante o hasta renqueante.
O sea, aunque no coincida con mis
objetivos, no pienso desdeñar lo que sea que pueda conseguirse a día de hoy con
el apoyo de una amplia mayoría social. En parte porque aunque solo se logre una
ley antidesahucios decente, ya me merece la pena apoyar a Podemos, y en parte
porque confío en que desde arriba se puede generar un ambiente apropiado para
la participación democrática, el empoderamiento ciudadano y la movilización a
favor del bien común.